domingo, 27 de abril de 2014
CONSTRUIR, HABITAR Y PENSAR DE MARTIN HEIDEGGER
Este texto de Heidegger fue expuesto por primera vez
en Darmstadt, en 1951. En aquella época Alemania pasaba por una
aguda carencia de viviendas, ya que innumerables construcciones
habían sido destruidas por los bombardeos aliados durante la Segunda
Guerra Mundial.El escrito, en buena medida, es una reflexión sobre
esas horribles construcciones masivas que hoy sirven de vivienda a
millones de personas en nuestras grandes ciudades. Y sigue siendo
actual porque, aún en nuestros días, en muchos lugares, la
construcción de viviendas masificadas sigue destruyendo la base
misma de la habitabilidad.
El amplio concepto de "habitar" expuesto
aquí por Heidegger abarca la totalidad de nuestra permanencia
terrenal en cuanto "mortales de la tierra" que somos. De
esta forma, el pensamiento puede ir más allá del simple construir
y, con ello, el habitar adquiere una dimensión superior y
trascendente.
En lo que sigue intentamos pensar sobre el habitar y
el construir.
Este pensar sobre el construir no tiene la
pretensión de encontrar ideas sobre la construcción, ni menos dar
reglas sobre cómo construir. Este ensayo de pensamiento no presenta
en absoluto el construir a partir de la arquitectura, ni de la
técnica, sino que va a buscar el construir en aquella región a la
que pertenece todo aquello que es. Nos preguntamos:
1.° ¿Qué es habitar?
2.° ¿En qué medida el construir pertenece al
habitar?
- I -
Al habitar llegamos, así parece, solamente por
medio del construir. Éste, el construir, tiene a aquél, el habitar,
como meta.
Sin embargo, no todas las construcciones son
moradas. Un puente y el edificio de un aeropuerto; un estadio y una
central energética; una estación y una autopista; el muro de
contención de una presa y la nave de un mercado son construcciones
pero no viviendas. Sin embargo, las construcciones mencionadas están
en la región de nuestro habitar. Esta región va más allá de esas
construcciones. Por otro lado, sin embargo, la región no se limita a
la vivienda. Para el camionero la autopista es su casa, pero no tiene
allí su alojamiento; para una obrera de una fábrica de hilados,
ésta es su casa, pero no tiene allí su vivienda; el ingeniero que
dirige una central energética está allí en casa, sin embargo no
habita allí.
Estas construcciones albergan al hombre. Él mora en
ellas, y sin embargo no habita en ellas, si habitar significa
únicamente tener alojamiento. En la actual falta de viviendas, tener
donde alojarse es ciertamente algo tranquilizador y reconfortante;
las construcciones destinadas a servir de vivienda proporcionan
ciertamente alojamiento. Hoy en día pueden incluso tener una buena
distribución, facilitar la vida práctica, tener precios asequibles,
estar abiertas al aire, la luz y el sol; pero: ¿albergan ya en sí
la garantía de que acontezca un habitar ?
Por otra parte, sin embargo, aquellas construcciones
que no son viviendas no dejan de estar determinadas a partir del
habitar en la medida en que sirven al habitar de los hombres. Así
pues, el habitar sería, en cada caso, el fin que persigue todo
construir. Habitar y construir están, el uno con respecto al otro,
en la relación de fin a medio.
Ahora bien, mientras únicamente pensemos esto
estamos tomando el habitar y el construir como dos actividades
separadas, y en esto estamos representando algo que es correcto. Sin
embargo, al mismo tiempo, con el esquema medio-fin estamos
desfigurando las relaciones esenciales. Porque construir no es sólo
medio y camino para el habitar. El construir ya es, en sí mismo,
habitar. ¿Quién nos dice esto? ¿Quién puede darnos una medida con
la cual nos sea factible medir de un cabo al otro la esencia del
habitar y el construir?
La exhortación sobre la esencia de una cosa nos
viene del lenguaje, en el supuesto de que prestemos atención a la
esencia de este lenguaje. Sin embargo, mientras tanto, por el orbe de
la tierra corre una desenfrenada carrera de escritos y de emisiones
de lo hablado. El hombre se comporta como si fuera él el forjador y
el dueño del lenguaje, cuando en realidad es el lenguaje
el que es y ha sido siempre el señor del hombre. Tal vez, más que
cualquier otra cosa, la inversión, llevada a cabo por el hombre, de
esta relación de dominio es lo que empuja a la esencia
del lenguaje a lo no hogareño. El hecho de que nos preocupemos por
la corrección en el hablar está bien, sin embargo no sirve para
nada mientras el lenguaje siga sirviendo únicamente como un medio
para expresarnos. De entre todas las exhortaciones que nosotros, los
humanos, podemos traer desde nosotros al hablar, el
lenguaje es la suprema y la que en todas partes es la primera.
¿Qué significa entonces construir? La palabra del
alto alemán antiguo correspondiente a construir, buan,
significa habitar. Esto quiere decir: permanecer, residir. El
significado propio del verbo bauen (construir), es
decir, habitar, lo hemos perdido. Una huella escondida ha quedado en
la palabra Nachbar (vecino). El Nachbar
es el Nachgebur, el Nachgebauer,
aquel que habita en la proximidad. Los verbos buri,
büren, beuren, beuron
significan todos el habitar, el habitat.
Ahora bien, la antigua palabra buan,
ciertamente, no dice solamente que construir es propiamente
habitar, sino que a la vez nos da una indicación sobre cómo debemos
pensar el habitar que ella nombra. Cuando hablamos de morar, nos
representamos generalmente una forma de conducta que el hombre lleva
a cabo junto con otras muchas. Trabajamos aquí y habitamos allí. No
sólo habitamos — esto casi sería inactividad — tenemos una
profesión, hacemos negocios, viajamos y estando de camino habitamos,
ahora aquí, ahora allí. Construir (bauen)
significa originariamente habitar. Allí donde la palabra
construir habla todavía de un modo originario dice al mismo tiempo
hasta dónde llega la esencia del habitar. Bauen,
buan, bhu, beo es nuestra palabra «bin» («soy») en
las formas ich bin, du bist (yo soy, tú eres), la
forma de imperativo bis, sei, (sé).
Entonces ¿qué significa ich bin (yo soy)? La antigua
palabra bauen, con la cual tiene que ver bin,
contesta: «ich bin», «du bist» quiere decir: yo
habito tú habitas. El modo como tú eres, yo soy, la manera según
la cual los hombres somos en la tierra es el Buan,
el habitar.
Ser hombre significa: estar en la tierra como
mortal, significa: habitar. La antigua palabra bauen
significa que el hombre es en la medida en que habita;
la palabra bauen significa al mismo tiempo
abrigar y cuidar; así, cultivar (construir) una tierra de labranza
(einen Acker bauen), cultivar (construir) una
viña. Este construir sólo cobija el crecimiento que, por si mismo,
hace madurar sus frutos.
Construir, en el sentido de abrigar y cuidar, no es
ningún producir. La construcción de buques y de templos, en cambio,
produce en cierto modo ella misma su obra. El construir (bauen)
aquí, a diferencia del cuidar, es un erigir. Los dos modos del
construir — construir como cuidar, en latín collere,
cultura; y construir como levantar edificios,
aedificare — están incluidos en el propio construir,
habitar. El construir como el habitar — es decir, estar en la
tierra, para la experiencia cotidiana del ser humano — es desde
siempre, como lo dice tan bellamente la lengua, lo «habitual». De
ahí que se retire detrás de las múltiples maneras en las que se
lleva a cabo el habitar; detrás de las actividades del cuidar y
edificar. Luego, estas actividades reivindican el nombre de construir
y con él la cosa que este nombre designa. El sentido propio del
construir — a saber: el habitar — cae en el olvido.
Este acontecimiento parece al principio como si
fuera un simple proceso dentro del cambio semántico que tiene lugar
únicamente en las palabras. Sin embargo, en realidad se oculta ahí
algo decisivo, a saber: el habitar no es vivenciado como atinente al
el ser del hombre; el habitar no se piensa nunca plenamente como
rasgo fundamental del ser del hombre.
Sin embargo, el hecho de que el lenguaje, por así
decirlo, retire al significado propio de la palabra construir, el
habitar testifica lo originario de estos significados; porque en las
palabras esenciales del lenguaje, lo que éstas dicen propiamente cae
fácilmente en el olvido a expensas de lo que ellas mienten en primer
plano. El misterio de este proceso es algo que el hombre apenas ha
considerado aún. El lenguaje le retira al hombre lo que el lenguaje,
en su decir, tiene de simple y grande. Pero no por ello enmudece la
exhortación inicial del lenguaje. Simplemente guarda silencio. El
hombre, no obstante, deja de prestar atención a este silencio.
Pero si escuchamos lo que el lenguaje dice en la
palabra construir, oiremos tres cosas:
1.° Construir es propiamente habitar.
2.° El habitar es la manera en que los mortales son
en la tierra.
3.° El construir como habitar se despliega en el
construir que cuida — es decir: que cuida el crecimiento — y en
el construir que levanta edificios.
Si pensamos estas tres cosas, percibiremos una señal
y observaremos esto: lo que sea en su esencia construir edificios es
algo sobre lo que no podemos preguntar ni siquiera de
un modo suficiente, y no hablemos de decidirlo de un modo adecuado a
la cuestión, mientras no pensemos que todo construir es en sí un
habitar. No habitamos porque hemos construido, sino que construimos y
hemos construido en la medida en que habitamos, es decir, en cuanto
que somos los que habitan. Pero
¿en qué consiste la esencia del habitar?
Escuchemos una vez más la
exhortación del lenguaje: el antiguo sajón «wuon» y el gótico
«wunian» significan, al igual que la antigua palabra bauen,
el permanecer, el residir. [1]
Pero la palabra gótica «wunian» dice de un modo más claro cómo
se experiencia este permanecer. «Wunian»
significa: estar satisfecho (en paz); llevado a la paz, permanecer en
ella. La palabra paz (Friede) significa lo libre, das
Frye, y fry significa: preservado de
daño y amenaza; "preservado de...", es decir: cuidado.
Freien (liberar) significa propiamente: cuidar.
El cuidar, en sí mismo, no consiste únicamente en
no hacerle nada a lo cuidado. El verdadero cuidar es algo positivo,
y acontece cuando de antemano dejamos a algo en su esencia, cuando
propiamente realbergamos algo en su esencia; cuando, en
correspondencia con la palabra, lo rodeamos de una protección, lo
ponemos a buen recaudo. Habitar, haber sido llevado a la paz, quiere
decir: permanecer a buen recaudo, resguardado en lo frye,
lo libre, es decir: en lo libre que cuida toda cosa llevándola a
su esencia. El rasgo fundamental del habitar es este cuidar
(custodiar, velar por). Este rasgo atraviesa el habitar en
toda su extensión. Así, dicha extensión nos muestra que pensamos
que el ser del hombre descansa en el habitar, y descansa en el
sentido del residir de los mortales en la tierra.
Pero «en la tierra» significa «bajo el cielo».
Ambas cosas co-significan «permanecer ante los
divinos» e incluyen un «perteneciendo a la comunidad de los
hombres». Desde una unidad originaria los cuatro —
tierra, cielo, los divinos y los mortales — pertenecen a una
unidad.
La tierra es la que, sirviendo, sostiene; la que
floreciendo da frutos; extendida en riscos y aguas, abriéndose en
forma de plantas y animales. Cuando decimos "tierra", con
ella estamos pensando ya los otros Tres, pero, no obstante, no
estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.
El cielo es el camino arqueado del sol, el curso de
la luna en sus distintas fases, el resplandor ambulante de las
estrellas, las estaciones del año y el paso de una a la otra. Es la
luz y el crepúsculo del día, la oscuridad y la claridad de la
noche, lo hospitalario y lo inhóspito del tiempo que hace, el paso
de las nubes y el azul profundo del éter. Cuando decimos "cielo",
estamos pensando con él los otros Tres, pero no estamos considerando
la simplicidad de los Cuatro.
Los divinos son los mensajeros de la divinidad que
nos hacen señales. Desde el sagrado prevalecer de la divinidad
aparece el Dios en su presente o se retira en su velamiento. Cuando
nombramos a los divinos, estamos pensando en los otros Tres, pero no
estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.
Los mortales son los hombres. Se llaman mortales
porque pueden morir. Morir significa ser capaz de la muerte como
muerte. Sólo el hombre muere — y además de un modo permanente —
mientras está en la tierra, bajo el cielo, ante los divinos. Cuando
nombramos a los mortales, estamos pensando en los otros Tres pero no
estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.
Esta unidad de los Cuatro la llamamos la
Cuaternidad. Los mortales están
en la Cuaternidad al habitar. Pero el rasgo fundamental del
habitar es el cuidar (velar por). Los mortales habitan en el modo
como cuidan la Cuaternidad en su esencia. Este cuidar que habita es,
así, cuádruple.
Los mortales habitan en la medida en que salvan la
tierra — retten (salvar, rescatar), la palabra
tomada en su antiguo sentido, que conocía aún Lessing. La salvación
no sólo arranca algo de un peligro. Salvar significa propiamente:
franquearle a algo la entrada a su propia esencia. Salvar la tierra
es más que explotarla o incluso estropearla. Salvar la tierra no es
adueñarse de la tierra; no es hacerla nuestro súbdito, de donde
sólo un paso conduce a la explotación sin límites.
Los mortales habitan en la medida en que reciben el
cielo como cielo; en la medida en que dejan al sol y a la luna seguir
su viaje, a las estrellas su ruta, a las estaciones del año su
bendición y su injuria; en la medida en que no convierten la noche
en día, ni hacen del día una carrera sin reposo.
Los mortales habitan en la medida en que esperan a
los divinos como divinos. En la medida en que, esperando,
sosteniéndolos lo inesperado, van al encuentro de ellos y esperan
las señas de su advenimiento sin desconocer los signos de su
ausencia. En la medida en que no se hacen sus dioses ni practican el
culto a ídolos. En la medida en que, en la desgracia, esperan aún
la salvación que se les ha quitado.
Los mortales habitan en la medida en que conducen su
esencia propia — ser capaces de la muerte como muerte — usando
esta capacidad para que sea una buena muerte. Conducir a los mortales
a la esencia de la muerte no significa en absoluto poner como meta la
muerte en tanto que nada vacía. Tampoco quiere decir ensombrecer el
habitar con una mirada ciega, dirigida fijamente al fin.
En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en
la espera de los divinos, en la conducción de los mortales, acontece
de un modo propio el habitar como el cuádruple cuidar (velar por) de
la Cuaternidad. Cuidar (velar por) quiere decir: custodiar la
Cuaternidad en su esencia. Lo que se toma en custodia tiene que ser
albergado. Pero, si el habitar cuida la Cuaternidad ¿dónde guarda
(custodia) el habitar su propia esencia? ¿Cómo llevan a cabo los
mortales el habitar en la forma de este cuidar? Los mortales no
serían nunca capaces de esto si el habitar fuera únicamente un
residir en la tierra, bajo el cielo, ante los divinos, con los
mortales. El habitar es más bien siempre un residir junto a las
cosas. El habitar como cuidar guarda (custodia) la Cuaternidad en
aquello junto a lo cual los mortales residen: en las cosas.
Pero el residir junto a las cosas no es algo que
esté simplemente añadido como un quinto elemento al carácter
cuádruple del cuidar del que hemos hablado. Al contrario: el residir
junto a las cosas es la única manera como se lleva a cabo siempre,
de un modo unitario, la cuádruple residencia en la Cuaternidad. El
habitar cuida la Cuaternidad llevando la esencia de ésta a las
cosas.
Ahora bien, las cosas mismas albergan la Cuaternidad
sólo cuando ellas mismas, en tanto que
cosas, son dejadas en su esencia. ¿Cómo ocurre esto? De esta
manera: los mortales abrigan y cuidan las cosas que crecen, erigen
propiamente las cosas que no crecen. El cuidar y el erigir es el
construir en el sentido estricto. El habitar, en
la medida en que guarda (custodia) a la Cuaternidad en las cosas, es,
en la medida de este guardar (custodiar), un construir.
Con ello nos hemos puesto en camino hacia la segunda pregunta:
- II -
¿En qué medida el construir pertenece al habitar?
La contestación a esta pregunta aclara lo que es
propiamente el construir pensado desde la esencia del habitar. Al
construir, en el sentido de edificar cosas, nos limitamos y
preguntamos: ¿qué es una cosa construida? Sirva como ejemplo para
nuestra reflexión un puente.
El puente se tiende «ligero y fuerte» por encima
de la corriente. No junta sólo dos orillas ya existentes. Es pasando
por el puente como aparecen las orillas en tanto que orillas. El
puente es propiamente lo que deja que una yazga frente a la otra. Es
por el puente por el cual el otro lado se opone al primero. Las
orillas tampoco discurren a lo largo de la corriente como franjas
fronterizas indiferentes de la tierra firme. El puente, con las
orillas, le aporta a la corriente las dos extensiones de paisaje que
se encuentran detrás de estas orillas. Lleva la corriente, las
orillas y la tierra a una vecindad recíproca. El puente coliga
la tierra como paisaje en torno a la corriente. De este modo conduce
a ésta por las riberas. Los pilares del puente, que descansan en el
lecho del río, aguantan la presión de los arcos que dejan seguir su
camino a las aguas de la corriente. Tanto si las aguas avanzan
tranquilas y alegres, como si las lluvias del cielo, en las tormentas
o en el deshielo, se precipitan en olas furiosas contra los arcos, el
puente está preparado para los tiempos del cielo y la esencia
voluble de estos tiempos. Incluso allí donde el puente cubre el río,
el puente mantiene la corriente dirigida al cielo, recibiéndola por
unos momentos en el vano de sus arcos y soltándola de nuevo.
El puente deja a la corriente su curso y al mismo
tiempo garantiza a los mortales su camino, para que vayan de un país
a otro, a pie, en tren o en coche. Los puentes conducen de distintas
maneras. El puente del poblado lleva del recinto del castillo a la
plaza de la catedral. El puente de la cabeza de distrito, atravesando
el río, lleva a los coches y las caballerías enganchadas a ellos a
los pueblos de los alrededores. El viejo puente de piedra que, casi
sin hacerse notar, cruza el pequeño riachuelo es el camino por el
que pasa el carro de la cosecha, desde los campos al pueblo; lleva a
la carreta de madera desde el sendero a la carretera. El puente que
atraviesa la autopista está conectado a la red de rutas de larga
distancia; una red establecida según cálculos y que debe lograr la
mayor velocidad posible. Siempre, y cada vez de un modo distinto, el
puente acompaña de un lado para otro los caminos vacilantes y
apresurados de los hombres, para que lleguen a las otras orillas y
finalmente, como mortales, lleguen al otro lado. El puente, en arcos
pequeños o grandes, atraviesa río y barranco — tanto si los
mortales prestan atención a lo superador del camino por él abierto
como si se olvidan de él — para que, siempre, ya de camino hacia
el último puente, en el fondo aspiren a superar lo que les es
habitual y aciago, y de este modo se pongan ante la salvación de lo
divino. El puente reúne, como el paso que se
lanza al otro lado, conduciendo ante los divinos. Tanto si la
presencia de éstos está considerada de propio y agradecida
de un modo visible, en la figura del santo del puente, como si
queda ignorada o incluso arrumbada.
El puente coliga según su
manera junto a sí, tierra y cielo; los divinos y los mortales.
Según una vieja palabra de nuestra
lengua, a la coligación se la llama «thing». [2]
El puente es una cosa y lo es en función de la
coligación de la Cuaternidad que hemos caracterizado antes. Se
piensa, ciertamente, que el puente, ante todo y en su ser propio, es
sin más un puente. Y que luego, de un modo ocasional,
podrá expresar además distintas cosas, con lo cual se dice que se
convierte en símbolo, como ejemplo de todo lo que antes se ha
nombrado. Pero el puente, si es un auténtico puente, no es nunca
primero puente sin más y luego un símbolo. Y del mismo modo,
tampoco es de antemano sólo un símbolo en el sentido de expresar
algo que, tomado de un modo estricto, no pertenece a él. Si tomamos
el puente en sentido estricto, el mismo no se muestra nunca como
expresión. El puente es una cosa y sólo eso.
¿Sólo? Pues no: en tanto es cosa, coliga la Cuaternidad.
Nuestro pensar está habituado desde hace mucho
tiempo a estimar la esencia de la cosa de un modo demasiado
pobre. En el curso del pensar occidental esto tuvo
como consecuencia que a la cosa se la representara como un ignotum
X afectado por propiedades percibibles. Visto desde esta
perspectiva, todo aquello que pertenece ya a la esencia
coligante de esta cosa nos parece, ciertamente, como un
aditamento introducido posteriormente por la interpretación. Sin
embargo, el puente no sería nunca un puente sin más, si no fuera
una cosa.
El puente es, ciertamente, una cosa de un tipo
propio, porque coliga la Cuaternidad de tal
modo que otorga (hace sitio a) un paraje. Pero
sólo puede abrir un espacio a un paraje aquello que en sí
mismo es un lugar . El lugar no está ya
presente antes del puente. Es cierto que antes de que esté puesto el
puente, a lo largo de la corriente hay muchos sitios que pueden ser
ocupados por algo. De entre ellos uno se da como un lugar, y esto
ocurre por el puente. De este modo, pues, no es
el puente el que primero viene a estar en un lugar, sino que por el
puente mismo, y sólo por él, surge un lugar. El puente es una cosa;
coliga la Cuaternidad, pero coliga en el modo del otorgar (hacer
sitio a) a la Cuaternidad un paraje. Desde esta paraje se determinan
parajes de pueblos y caminos por los que a un espacio se le hace
espacio.
Las cosas que son lugares de este modo, y sólo
ellas, otorgan cada vez espacios. Lo que esta palabra «Raum»
(espacio) nombra lo dice su viejo significado: raum,
rum quiere decir lugar franqueado para población y
campamento.
Un espacio es algo aviado (espaciado), algo a lo que
se le ha franqueado espacio, o sea dentro de una frontera, en griego
"péras".
La frontera no es aquello en lo que termina algo,
sino, como sabían ya los griegos, aquello a partir de donde algo
comienza a ser lo que es (comienza su esencia). Para
esto está el concepto: "orimos", es decir,
frontera. Espacio es esencialmente lo dispuesto (aquello a lo que se
ha hecho espacio), lo que se ha dejado entrar en sus fronteras. Lo
espaciado es cada vez otorgado y de este modo ensamblado es decir,
coligado por medio de un lugar, es decir, por una cosa del tipo
puente. De ahí que los espacios reciban su esencia desde
lugares y no desde «el» espacio.
A las cosas que, como lugares, otorgan paraje las
llamaremos ahora, anticipando lo que diremos luego: construcciones.
Se llaman así porque están producidas por el construir que erige.
Pero qué tipo de producir tiene que ser este construir es algo que
experienciaremos sólo si primero consideramos la esencia de aquellas
cosas que, desde sí mismas, exigen para su producción el construir
como producir. Estas cosas son lugares que otorgan paraje a la
Cuaternidad, un paraje que dispone siempre un espacio. En la esencia
de estas cosas como lugares está la relación de lugar y espacio,
pero está también la referencia del espacio al hombre que reside
junto al lugar. Por esto vamos a intentar ahora aclarar la esencia de
estas cosas que lamamos construcciones considerando brevemente lo que
sigue.
Primero: ¿en qué referencia están lugar y
espacio?, y luego: ¿cuál es la relación entre hombre y espacio?
El puente es un lugar. Como tal cosa otorga un
espacio en el que están admitidos tierra y cielo, los divinos y los
mortales. El espacio otorgado por el puente (al que el puente ha
hecho sitio) contiene distintos parajes, más cercanos o más lejanos
del puente. Pero estos parajes se dejan estimar ahora corno meros
sitios entre los cuales hay una distancia medible, una distancia —
en griego "stadion" — es siempre algo a lo que se
ha dispuesto (se ha hecho espacio), y esto por meros emplazamientos.
Aquello que los sitios han dispuesto es un espacio
de un determinado tipo. Es, en tanto que distancia, lo que la misma
palabra stadion nos dice en latín: un «spatium», un
espacio intermedio. De este modo, cercanía y lejanía entre hombres
y cosas pueden convertirse en meros alejamientos, en distancias del
espacio intermedio. En un espacio que está representado sólo como
spatium el puente aparece ahora como un mero algo que
está en un emplazamiento, el cual siempre puede estar ocupado por
algo distinto o reemplazado por una marca. No sólo eso: desde el
espacio como espacio intermedio se pueden sacar las simples
extensiones según altura, anchura y profundidad. Esto, abstraído
así — en latín abstractum — lo representamos como
la pura posibilidad de las tres dimensiones. Pero lo que esta
pluralidad dispone no se determina ya por distancias, no es ya ningún
spatium, sino sólo extensio,
extensión.
El espacio como extensio puede ser
objeto de otra abstracción, a saber, puede ser abstraído a
relaciones analítico-algebraicas. Lo que éstas disponen es la
posibilidad de la construcción puramente matemática de pluralidades
con todas las dimensiones que se quieran. A esto que las matemáticas
han dispuesto podemos llamarlo «el» espacio. Pero «el» espacio en
este sentido no contiene espacios ni parajes. En él no encontraremos
nunca lugares, es decir, cosas del tipo de un puente. Ocurre más
bien lo contrario: en los espacios que han sido dispuestos por los
lugares está siempre el espacio como espacio intermedio, y en éste,
a su vez, el espacio como pura extensión. Spatium y
extensio dan siempre la posibilidad de
espaciar cosas y de medir (de un cabo al otro) estas cosas según
distancias, según trechos, según direcciones, y de calcular estas
medidas. Sin embargo, en ningún caso estos números-medida y sus
dimensiones, por el solo hecho de que se puedan aplicar de un
modo general a todo lo extenso, son ya el fundamento
de la esencia de los espacios y lugares que son medibles con la ayuda
de las Matemáticas. Hasta qué punto la Física moderna ha sido
obligada por la cosa misma a representar el medio espacial del
espacio cósmico como unidad de campo que está determinada por el
cuerpo como centro dinámico, es algo que no puede ser dilucidado
aquí.
Los espacios que nosotros estamos atravesando todos
los días están dispuestos por los lugares; la esencia de éstos
tiene su fundamento en cosas del tipo de las construcciones. Si
prestamos atención a estas referencias entre lugares y espacios,
entre espacios y espacio, obtendremos un punto de apoyo para
considerar la relación entre hombre y espacio.
Cuando se habla de hombre y espacio, oímos esto
como si el hombre estuviera en un lado y el espacio en otro. Pero el
espacio no es un enfrente del hombre, no es ni un objeto exterior ni
una vivencia interior. No existen los hombres y además espacio.
Porque cuando digo «un hombre» y pienso con esta palabra en aquél
que es al modo humano — es decir: que habita — entonces con la
palabra «un hombre» ya estoy nombrando la residencia en la
Cuaternidad, junto a las cosas.
Incluso cuando tenemnos que ver con cosas que no
están en la cercanía que puede alcanzar la mano, residimos junto a
estas cosas mismas. No representamos las cosas lejanas meramente —
como se enseña — en nuestro interior, de tal modo que, como
sustitución de estas cosas lejanas, en nuestro interior y en la
cabeza, sólo pasan representaciones de ellas. Si ahora nosotros —
todos nosotros — , desde aquí pensamos el viejo puente de
Heidelberg, el dirigir nuestro pensamiento a aquel lugar no es
ninguna mera vivencia que se dé en las personas presentes aquí; lo
que ocurre más bien es que a la esencia de nuestro pensar en
el mencionado puente pertenece el hecho de que este pensar aguante
en sí la lejanía con respecto a este lugar. Desde aquí
estamos junto a aquel puente de allí, y no, como si dijéramos,
junto a un contenido de representación que se encuentra en nuestra
conciencia. Incluso puede que desde aquí estemos más cerca de aquel
puente y de aquello que él dispone, que aquellos que lo usan todos
los días como algo indiferente para pasar el río.
Los espacios y con ellos «el» espacio están ya
siempre dispuestos para la residencia de los mortales. Los espacios
se abren por el hecho de que se los deja entrar en el habitar de los
hombres. Los mortales son; esto quiere decir:
habitando aguantan espacios sobre el fundamento de su
residencia junto a cosas y lugares. Y sólo porque los mortales,
conforme a su esencia, aguantan espacios, pueden atravesar espacios.
Sin embargo, al andar no abandonamos aquel estar (del aguantar). Más
bien estamos yendo por espacios de un modo tal que, al hacerlo, ya
los aguantamos residiendo siempre junto a lugares y cosas cercanas y
lejanas. Cuando me dirijo a la salida de la sala, estoy ya en esta
salida, y no podría ir allí si yo no fuera de tal forma que ya
estuviera allí. Yo nunca estoy solamente aquí como este cuerpo
encapsulado, sino que estoy allí, es decir, aguantando ya el
espacio, y sólo así puedo atravesarlo.
Incluso cuando los mortales «entran en sí mismos»
no abandonan la pertenencia a la Cuaternidad. Cuando nosotros —
como se dice — meditamos sobre nosotros mismos, vamos hacia
nosotros volviendo de las cosas, sin abandonar la
residencia junto a las cosas. Incluso la pérdida de relación con
las cosas que aparecen en estados depresivos, no sería posible en
absoluto si este estado no siguiera siendo lo que él es como estado
humano, es decir, una residencia junto a las cosas. Sólo si esta
residencia ya determina al ser del hombre, pueden las cosas, junto a
las cuales estamos, llegar a no decirnos nada, a no
importarnos ya nada.
La relación del hombre con los lugares y, a través
de los lugares, con espacios descansa en el habitar. El modo de
habérselas de hombre y espacio no es otra cosa que el habitar
pensado de un modo esencial.
Cuando reflexionamos, del modo como hemos intentado
hacerlo, sobre la relación entre lugar y espacio, pero también
sobre el modo de habérselas de hombre y espacio, se hace una luz
sobre la esencia de las cosas que son lugares y que nosotros llamamos
construcciones.
El puente es una cosa de este tipo.
El lugar deja entrar la simplicidad de tierra y cielo, de divinos y
de mortales a un paraje, instalando el paraje en espacios. El lugar
dispone la Cuaternidad en un doble sentido. El lugar admite
a la Cuaternidad e instala a la Cuaternidad. Ambos, es
decir, disponer como admitir y disponer como instalar se pertenecen
el uno al otro. Como tal doble disponer, el lugar es un cobijo de la
Cuaternidad o, como dice la misma palabra, un Huis, [3]
una casa. Las cosas del tipo de estos lugares dan una casa a la
residencia del hombre. Las cosas de este tipo son viviendas, pero no
moradas en el sentido estricto.
El producir tales cosas es el construir. Su esencia
descansa en que esto corresponde al tipo de estas cosas. Son lugares
que otorgan espacios. Por esto, el construir, porque instala lugares,
es un instituir y ensamblar de espacios. Como el construir produce
lugares, con la inserción de sus espacios, el espacio como spatium
y como extensio llega necesariamente también al
ensamblaje cósico de las construcciones. Ahora bien, el construir no
configura nunca «el» espacio. Ni de un modo inmediato ni de un modo
mediato. Sin embargo, el construir, al producir las cosas como
lugares, está más cerca de la esencia de los espacios y del
provenir esencial «del» espacio que toda la Geometría y las
Matemáticas. Este construir erige lugares que disponen un paraje a
la Cuaternidad. De la simplicidad en la que tierra y cielo, los
divinos y los mortales se pertenecen mutuamente, el construir recibe
la indicación para su erigir lugares.
Desde la Cuaternidad, el construir se hace cargo de
las medidas para toda medición transversal de los espacios y para
toda medición de aquellos espacios que están individualmente
dispuestos por los lugares instituidos. Las construcciones mantienen
(custodian) a la Cuaternidad. Son cosas que, a su modo, cuidan (velan
por) la Cuaternidad. Cuidar la Cuaternidad, salvar la tierra, recibir
el cielo, estar a la espera de los divinos, guiar a los mortales,
este cuádruple cuidar es la esencia simple del habitar. De este
modo, las auténticas construcciones marcan el habitar llevándolo a
su esencia y brindan una casa a esta esencia.
Este construir que acabamos de caracterizar es un
dejar-habitar distinto de los demás. Si es esto de
hecho, entonces el construir ha correspondido ya a la
exhortación de la Cuaternidad. Sobre esta correspondencia se basa
todo planificar el cual, por su parte, brinda a los proyectos las
zonas adecuadas para sus líneas directrices.
Desde el momento en que intentamos pensar, desde el
dejar-habitar, la esencia del construir que erige, experimentamos de
un modo más claro dónde descansa aquel producir como una actividad
cuyos rendimientos tienen por consecuencia un resultado: la
construcción terminada. Se puede representar el producir de la
siguiente manera: uno aprehende algo concreto y, no obstante, no
acierta nunca con su esencia, que es algo traído que se pone
delante. En efecto, el construir trae la Cuaternidad llevándola a
una cosa — el puente — y pone la cosa delante como
un lugar llevándolo a lo ya existente, que ahora, y no antes, está
dispuesto por este lugar.
Producir (hervorbringen)[4]
se dice en griego "tekhu". A la raíz tec
de este verbo pertenece la palabra "tekhne", técnica.
Este concepto, para los griegos, no significa ni arte ni oficio
manual sino: dejar que algo — como esto o aquello, de un modo o de
otro — aparezca en lo presente. Los griegos piensan la "tekhne",
el producir, como un "dejar aparecer". La "tekhne"
que hay que pensar así se oculta desde hace mucho tiempo en la
tecnología de la arquitectura. Últimamente se oculta aún, y de un
modo más decisivo, en la tecnología de los motores. Pero la esencia
del producir que construye no se puede pensar de un modo suficiente a
partir del arte de construir, ni de la ingeniería, ni de una mera
copulación de ambas. El producir que construye tampoco
estaría determinado de un modo adecuado si quisiéramos pensarlo en
el sentido de la "tekhne" griega originaria sólo
como un "dejar aparecer" que trae algo producido, como algo
presente en lo ya está presente.
La esencia del construir es el dejar habitar. La
consumación de la esencia del construir es el erigir lugares por
medio del ensamblamiento de sus espacios. Sólo si somos
capaces de habitar podemos construir. Pensemos por un
momento en una casa de campo en la Selva Negra que un habitar todavía
rural construyó hace siglos. Aquí a la casa la ha erigido el
ejercicio reiterado de la capacidad de dejar que tierra y cielo,
divinos y mortales entren simplemente en las cosas. Ha
emplazado la casa en la ladera de la montaña que está a resguardo
del viento, entre las praderas, en la cercanía de la fuente. Le ha
dejado el tejado de tejas de gran alero, el cual, con la inclinación
adecuada, sostiene el peso de la nieve y, llegando hasta muy abajo,
protege las habitaciones contra las tormentas de las largas noches de
invierno. No ha olvidado el rincón para la imagen de Nuestro Señor,
detrás de la mesa comunitaria. Ha dispuesto en la habitación los
lugares sagrados para el nacimiento y para «el árbol de la muerte»,
que así es como se llama allí al ataúd. Y de este modo, bajo el
tejado, a las distintas edades de la vida les ha marcado de antemano
la huella de su paso por el tiempo. A la casa de campo la ha
construido un oficio que surgió, él mismo, del habitar. Un oficio
que necesita, además, sus instrumentos y sus andamios como cosas.
Sólo si somos capaces de habitar podemos construir.
La indicación de la casa de campo de la Selva Negra no quiere decir
en modo alguno que deberíamos, y podríamos, volver a la
construcción de estas casas. Significa que ésta, con un habitar que
ha sido, hace ver cómo este habitar fue capaz de
construir.
Pero el habitar es el rasgo fundamental
del ser según el cual son los mortales. Tal vez este intento de
meditar en pos del habitar y el construir puede arrojar un poco más
de luz sobre el hecho de que el construir pertenece al habitar y,
sobre todo, sobre el modo en que el construir recibe su esencia del
habitar. Se habría ganado bastante si habitar y construir entraran
en lo que es digno de ser preguntado y de este
modo quedaran como algo que es digno de ser pensado.
Sin embargo, el hecho de que el pensar mismo
pertenezca al habitar — en el mismo sentido que el construir, pero
de otra manera — es algo de lo que puede dar testimonio el sendero
del pensar intentado aquí.
Construir y pensar, cada uno a su manera, son
siempre ineludibles para el habitar. Pero al mismo tiempo serán
insuficientes para el habitar mientras cada uno lleve lo suyo por
separado en lugar de escucharse el uno al otro. Serán capaces de
esto si ambos, construir y pensar, pertenecen al habitar, permanecen
en sus propios límites y saben que tanto el uno como el otro vienen
del taller de una larga experiencia y de un incesante ejercicio.
Intentamos meditar buscando la esencia del habitar.
El siguiente paso sería la pregunta: ¿qué pasa con el habitar en
ese tiempo nuestro que tanto da para pensar? Se habla por todas
partes, y con razón, de la carencia de viviendas. No sólo se habla,
se ponen los medios para remediarla. Se intenta evitar esta penuria
haciendo viviendas, fomentando la construcción de viviendas,
planificando toda la industria y el negocio de la construcción.
Pero, por muy dura y amarga, por muy embarazosa y
amenazadora que sea la carencia de viviendas, la auténtica
penuria del habitar no consiste en primer lugar en la falta
de viviendas. La auténtica penuria de viviendas es más antigua que
las guerras mundiales y las destrucciones. Más antigua aún que el
crecimiento demográfico sobre la tierra y que la situación de los
obreros de la industria. La auténtica penuria del habitar residen en
el hecho de que los mortales primero tienen que volver a buscar la
esencia del habitar; de que tienen que aprender primero a
habitar.
¿Qué pasaría si la falta de suelo natal del
hombre consistiera en que el hombre no considera aún la propia
penuria del morar como una penuria? Sin embargo, en el
momento en que el hombre considera la falta de suelo
natal, ya no hay más miseria. La falta de una patria es, pensándolo
bien y teniéndolo bien en cuenta, la única exhortación que llama
a los mortales al habitar.
Pero ¿de qué otro modo pueden los mortales corresponder a esta
exhortación si no es intentando por su parte, desde ellos mismos,
llevar el habitar a la plenitud de su esencia? Llevarán a cabo esto
cuando construyan desde el habitar y piensen para el habitar.
1)-
En el alemán actual, "wohnen" significa habitar; "Wohnung"
es vivienda. (N. del T.)
2)-
En inglés actual "thing" significa, efectivamente: "cosa"
(N. del T.)
3)-
Huis. En el alemán actual "Haus" significa "casa".
(N. del T.)
4)-
hervorbringen = hacer surgir, hacer aparecer. (N. del T.)
jueves, 24 de abril de 2014
Fuego
Se puede decir que el origen
de la inteligencia técnica y científica se encuentra en la imaginación.
Esta sentencia puede ser polémica. Nuestra consciencia y todas las
acciones y pensamientos que de ella se derivan son una pequeña isla en
la evolución humana por lo cual el inconsciente y el tiempo mítico
ocupa gran parte de nuestra evolución. Toda las técnicas del homo faber
que se desarrollan siguiendo los temperamentos de los cuatro elementos
imaginados pueden tener un origen concreto en el descubrimiento del
fuego. La utilidad de cada objeto técnico vino después de la
simbolización. En cada invención humana técnica hay un sustrato
antropológico que es un trayecto. El fuego primitivo fue en un
principio un fuego encontrado, un fuego robado al rayo, el hombre
primitivo lo encuentra una noche de tormenta en lo más profundo del
bosque, en lo alto de la montaña mítica. Quizá pasaron cientos de años,
quizá un milenio, quiza un tiempo inimaginable a nuestro idea temporal
de civilización, que el hombre primitivo solo pudo inventar la
técnica de preservación del fuego en un lecho o en una yacija. Nacería
así la necesidad de ocultarlo y de preservarlo a toda costa, lo cual
sucedió durante muchísimos años, quedándose inscrito en nuestro
inconsciente colectivo. De ahí surgirían mitos sobre la voracidad del
fuego, las metáforas alimenticias, pues el fuego es aquello que todo lo
devora, que necesita ser constantemente atizado o alimentado con
hojarasca y madera. Este es un fuego nómada, un fuego que las tribus se
roban o pelean por él, y genera mitos sobre como arrabetarlo a quien
lo posee: sea una animal mágico, sea una anciana hechicera, sean un
árbol sagrado o todo un colectivo. Los muchos mitos recogidos por Frazer
ilustran este hecho. Esta afectividad inconsciente que hace que cuando
estemos hoy ante un fuego nos acerquemos inconscientemente a soplar,el
placer que nos produce darle nuestro aliento corresponde a esa
impresión de este miedo primitivo a que el fuego se apague y no
volvamos a encontrarlo nunca más.
Hoy sabemos que el fuego consume la materia y el oxígeno, sin oxígeno no hay fuego...pero para el hombre primitivo que desconocía esta simple idea científica el fuego, mantener el fuego, se llevaba gran parte de tu aliento vital, el fuego devora mi aliento. Un salto de gigante se produjo en la senda de las metáforas cuando el fuego se sexualizó, cuando a la métafora del aliento vital se le unieron todas las metáforas sexuales del frotamiento...toda aquello que se enciende, que se clienta por el roce, se sexualiza. Quiero decir que el descubrimiento de cómo fabricar el fuego fue antes imaginado, antes soñado, se llego a él cuando la metáfora prometéica dió paso a otro camino de metáforas. Vuelvo a decir que el libro de Fraser sobre los orígenes del fuego es uno de los mejores libros al respecto cuando nos presenta de forma bien marcada el fuego encontrado y el fuego fabricado como dos estadios de la evolución humana.
Cuando el fuego se fabrica, se sabe frotar el junco sobre la corteza, se despliega sin duda el origen de la técnica culinaria, el fuego agradable, el fuego de las sombras, el fuego sedentario. Entre el dedo índice y pulgar, en ese músculo preciso, donde se encuentra la fuerza de la mano y también su delicadeza, se cosmiquiza. Muchas veces en el taller de herrería he intentado hacerme entender y no se me ha entendido "el fuego no está en la mano, está en tus ojos".
Puede ser que el ojo apasionado esté en el epicentro del modo de hacer fuego y la mano sea la forma de esconderlo, arrebatarlo o de consumar el acto. Los ojos y el ardor con que miran las cosas del mundo y las desean impregan cada uno de nuestros actos. Quién sabía fabricar un fuego sería el primer hechicero o mago como muy bien lo expresa en su magnífico libro Mircea Eliade sobre los forjadores y los herreros.
Todo mi animus se compromete con el imaginario de los herreros pues cuando el fuego empieza a domar los metales, cuando el fuego acrisola y endurece los elementos ferrosos hasta producir su endurecimiento se produce una bifurcación: la guerra y la técnica fabril. Ambas corren paralelamente para definir el animus agresivo y el animus tenaz. La forja japonesa, tradicción milenaria, es en este sentido la más refinada de las forjas pues el herrero es capaz de solidificar un rayo de luz, es capaz de dar al metal la calidad de una hendidura luminosa en el espacio. Ver a un herrero japones en la forja es un ensueño como pocos. La herrería y las culturas del hierro se desarrollaron en las cuencas ferrosas y seguir las pistas etnográficas y antropológicas de la paleontología es uno de los proyectos que me gustaría hacer algún día. El valle de Isere, la cuenca del Rhur donde estoy ahora, el interior de Rusia, son rutas de la primitiva metalurgia y testimonios de la revolución industrial. Estos primeros objetos que el hombre pudo fabricar en metal comprometerían un estudio futuro sobre sus distintas variantes morfológicas, sus usos, como también los mitos y ritos que giran alrededor de estos objetos. ¿Cuándo surgió la primera aguja de coser, cuéndo el primer arado o azada, cuándo la primera daga, cuándo el primer vaso...? Sin duda en la herrería hay dos grandes rutas: la de la calderería por la cual se llega a la forma tras un proceso de aplastamiento, de golpeo...la segunda la fundición...ambas juntas la forja. Este libro sería quizá un complemento al bello capítulo que Gaston Bachelard dedica al dinamismo lírico del herrero y sería idóneo poder desarrollar e imaginar tanto los ojetos y sus técnicas en los mismo gestos que los crearon. Preservando la sombra del objeto el objeto nos habla. Quizá el pensamiento escultórico y todo lo que amana de él trate de volver, de regresar a este estadio en que las cosas tal como las conocemos hoy fueron soñadas por vez primera. En como estos objetos de presencia inconclusa, precaria y roma son los antecedentes de la inteligencia técnica y de la fenomenotécnia precisa del pensamiento científico.
Nada emocinó tanto a mi animus que se complace con el metal y sus ensueños que visitar el taller de Misha en lo más profundo de Rusia en Ek....... que me recordó aquel cuento de Leskov donde un herrero ruso, tuerto y zurdo, consigue ponerle herraduras a una pulga de acero. La visión miniaturizante se une al refugio del taller, a la fragua candente en lo profundo del frío invernal y del hielo adquiere a nuestra imaginación....
Hoy sabemos que el fuego consume la materia y el oxígeno, sin oxígeno no hay fuego...pero para el hombre primitivo que desconocía esta simple idea científica el fuego, mantener el fuego, se llevaba gran parte de tu aliento vital, el fuego devora mi aliento. Un salto de gigante se produjo en la senda de las metáforas cuando el fuego se sexualizó, cuando a la métafora del aliento vital se le unieron todas las metáforas sexuales del frotamiento...toda aquello que se enciende, que se clienta por el roce, se sexualiza. Quiero decir que el descubrimiento de cómo fabricar el fuego fue antes imaginado, antes soñado, se llego a él cuando la metáfora prometéica dió paso a otro camino de metáforas. Vuelvo a decir que el libro de Fraser sobre los orígenes del fuego es uno de los mejores libros al respecto cuando nos presenta de forma bien marcada el fuego encontrado y el fuego fabricado como dos estadios de la evolución humana.
Cuando el fuego se fabrica, se sabe frotar el junco sobre la corteza, se despliega sin duda el origen de la técnica culinaria, el fuego agradable, el fuego de las sombras, el fuego sedentario. Entre el dedo índice y pulgar, en ese músculo preciso, donde se encuentra la fuerza de la mano y también su delicadeza, se cosmiquiza. Muchas veces en el taller de herrería he intentado hacerme entender y no se me ha entendido "el fuego no está en la mano, está en tus ojos".
Puede ser que el ojo apasionado esté en el epicentro del modo de hacer fuego y la mano sea la forma de esconderlo, arrebatarlo o de consumar el acto. Los ojos y el ardor con que miran las cosas del mundo y las desean impregan cada uno de nuestros actos. Quién sabía fabricar un fuego sería el primer hechicero o mago como muy bien lo expresa en su magnífico libro Mircea Eliade sobre los forjadores y los herreros.
Todo mi animus se compromete con el imaginario de los herreros pues cuando el fuego empieza a domar los metales, cuando el fuego acrisola y endurece los elementos ferrosos hasta producir su endurecimiento se produce una bifurcación: la guerra y la técnica fabril. Ambas corren paralelamente para definir el animus agresivo y el animus tenaz. La forja japonesa, tradicción milenaria, es en este sentido la más refinada de las forjas pues el herrero es capaz de solidificar un rayo de luz, es capaz de dar al metal la calidad de una hendidura luminosa en el espacio. Ver a un herrero japones en la forja es un ensueño como pocos. La herrería y las culturas del hierro se desarrollaron en las cuencas ferrosas y seguir las pistas etnográficas y antropológicas de la paleontología es uno de los proyectos que me gustaría hacer algún día. El valle de Isere, la cuenca del Rhur donde estoy ahora, el interior de Rusia, son rutas de la primitiva metalurgia y testimonios de la revolución industrial. Estos primeros objetos que el hombre pudo fabricar en metal comprometerían un estudio futuro sobre sus distintas variantes morfológicas, sus usos, como también los mitos y ritos que giran alrededor de estos objetos. ¿Cuándo surgió la primera aguja de coser, cuéndo el primer arado o azada, cuándo la primera daga, cuándo el primer vaso...? Sin duda en la herrería hay dos grandes rutas: la de la calderería por la cual se llega a la forma tras un proceso de aplastamiento, de golpeo...la segunda la fundición...ambas juntas la forja. Este libro sería quizá un complemento al bello capítulo que Gaston Bachelard dedica al dinamismo lírico del herrero y sería idóneo poder desarrollar e imaginar tanto los ojetos y sus técnicas en los mismo gestos que los crearon. Preservando la sombra del objeto el objeto nos habla. Quizá el pensamiento escultórico y todo lo que amana de él trate de volver, de regresar a este estadio en que las cosas tal como las conocemos hoy fueron soñadas por vez primera. En como estos objetos de presencia inconclusa, precaria y roma son los antecedentes de la inteligencia técnica y de la fenomenotécnia precisa del pensamiento científico.
Nada emocinó tanto a mi animus que se complace con el metal y sus ensueños que visitar el taller de Misha en lo más profundo de Rusia en Ek....... que me recordó aquel cuento de Leskov donde un herrero ruso, tuerto y zurdo, consigue ponerle herraduras a una pulga de acero. La visión miniaturizante se une al refugio del taller, a la fragua candente en lo profundo del frío invernal y del hielo adquiere a nuestra imaginación....
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